Eros en la encrucijada
Si bien la homosexualidad como tema, conflicto o simple perfil psicosocial, ha sido ya desestigmatizada y legitimada por el audiovisual cinematográfico y televisivo a nivel mundial, en la palestra cubana apareció tras décadas de desfase con las perceptivas mundiales.
El definitivo descongelamiento del tema gay en el audiovisual cubano es provocado indiscutiblemente por las intensas llamas desprendidas de la película Fresa y Chocolate (Tomás Gutiérrez Alea, 1993), donde la figura del lezamiano Diego se erige como bizarro símbolo de la pluralidad ideocultural del cubano, coartada hasta los umbrales de la década de los noventa por timoratas intenciones homogeneizadoras. Se recuperaba así la ecuménica concepción de la cubanidad –legada por Fernando Ortiz–, en tanto ajiaco de saberes, prácticas, verdades diversas e igualmente valederas.
El homosexual culto, espiritual, crítico, y sobre todo consecuente consigo mismo, reclamó su lugar dentro de una nación con espacios para todos, sin lentes monocromos para ver el mundo.
Otras obras, de pantallas oficiales o circuitos alternativos, han pisado desde entonces este aún movedizo terreno, en consonancia con la pentacentenaria tradición viril de nuestro latinoamericano país: desde la caricatura external y pintoresca de Kleines Tropicana (Daniel Díaz Torres, 1997) y Las noches de Constantinopla (Orlando Rojas, 2001); o desde la discreción de La Bella del Alhambra (Enrique Pineda-Barnet, 1989).
Asimismo, mayores indagaciones en las consecuencias de los prejuicios homofóbicos que familia y sociedad erigen contra los homosexuales, pudieron apreciarse en Video de Familia (Humberto Padrón, 2002) y Casa Vieja (Lester Hamlet, 2010); mientras que Perfecto amor equivocado (Gerardo Chijona, 2004) y El viajero inmóvil (Tomás Piard, 2008) pretendieron un análisis de las dinámicas erótico-amatorias entre seres del mismo sexo.
Dos almas, dos cuerpos, dos hombres que se aman…
A la saga de la ya atrasada cinematografía nacional, la Televisión Cubana esperó a las postrimerías del siglo XX e inicios del XXI para colimar las miras dramáticas en personajes y situaciones de sino homosexual.
Mientras llegaban a los televidentes problemáticas de esta índole de otras latitudes, a través de telenovelas brasileñas como Vale Todo (lesbianismo velado, debidamente obviado por meticulosa edición casera) y La próxima víctima (relaciones gay más explícitas, merecedoras de una subtrama); en 1992, la telenovela cubana Pasión y Prejuicio incluía en su reparto un personaje secundario: el periodista Galarraga, interpretado por Carlos Padrón, cuyo refinamiento en determinado momento climático es acreditado a su homosexualidad.
Poco tiempo después, la pequeña pantalla también mostró al atractivo Bolito en Para el año que viene, sorprendente y tardío detour en la fatalmente finalizada carrera actoral de Manolo Melián.
El personaje homosexual, casi siempre masculino, es asumido en audiovisuales seriados y algunos teleplays como pieza peculiar dentro de la dramaturgia de sesgo melodramático o humorístico. Recordemos la telenovela Salir de noche, donde larguiruchas modelos no carecían de frívolos maquillistas, hiperbólicos hasta la farsesco.
Ello eludía la colocación en el importante nodo situacional de los conflictos sociales y personales, detonados por el (auto)reconocimiento homosexual, como factor disonante dentro de las dinámicas sociales de consensuada índole heterosexual; en tanto sociedad occidental de pilares morales judeocristianos.
Desde un prisma de representaciones más amable, estas primeras tentativas pueden considerarse apreciables prédicas de igualdad donde, más que reflejar la realidad aún prejuiciosa, se contraponen esquemas de interacción sociofamiliar, donde la homosexualidad de los personajes imbrica de manera decorosa en las dinámicas cotidianas y afectivas.
A medida que la telenovela nacional ha ido adquiriendo una guisa cada vez más sociologista, en más o menos exitosos intentos por conciliar emotividad lacrimógena con problemáticas psicosociales, se ha complejizado y priorizado el homosexualismo como conflicto personal. Por ejemplo, una de sus cúspides ha sido la historia protagonizada por Rafael Lahera, en La cara oculta de la luna, quien remonta el muy complejo laberinto socioafectivo de la bisexualidad.
A lo Far from heaven (Todd Haynes, 2002), la vida de este amante padre de familia es dinamitada por un aseñorado Armando Tomey, en probablemente la mejor interpretación de su carrera. Aunque el eje de la irregular propuesta eran los avatares de cubanos infectados de SIDA, la enfermedad vino a ser conclusión casi tomada por los pelos en esta historia específica, cuya riqueza dramática desbordó los bastante rígidos presupuestos rectores.
Sin embargo, la trama apenas desarrollada del joven bitongo de la reciente Añorado Encuentro, el cual se descubre homosexual desde el rechazo a su novia, significó un retroceso en cuanto al tratamiento del tema. Con ello se perdió una áurea oportunidad de abordar el todavía inexplorado conflicto familiar entre padres heterosexuales y vástago homosexual. Una pequeña crisis climática de resolución facilista, acaecida en los últimos capítulos, apenas entibió las gélidas calderas.
Prima casi de manera absoluta, tanto en el cine cubano como en las producciones de hace más de una década, la representación del homosexual bajo la luz de Marte, y no de Venus. Esto puede suceder por una curiosa manifestación/desdoblamiento del machismo tradicional, donde hasta en el tratamiento de la tendencia de marras, el hombre prevalece como figura primordial de la jerarquía sexual cubana.
Precisamente la ruptura en el audiovisual criollo con la ortodoxia moral, a partir de los años ochenta, debía provenir de la desacralización de este canon axial de la sociedad, al estilo del sacrilegio extremo cometido por Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), con la deconstrucción del cowboy estadounidense, insuperable cúspide viril.
Cuando una mujer besa a otra mujer, tanta belleza…
La herejía sexual de la mujer, aún segregada de los espectros de representación social cinematográfica y televisiva por actitudes sutiles, casi por atavismos condicionados, aguardó más para encontrar ecos significativos, a la larga contundentes.
En el abordaje de la homosexualidad femenina, la televisión se lleva las palmas respecto al cine. Una piedra fundacional lo constituye la teleserie La otra cara, concebida por Rudy Mora para ofrecer una visión muy particular del hombre cubano contemporáneo, dubitativo en medio de encrucijadas morales, sentimentales y domésticas, rasgada su coraza viril por innumerables cuitas que revelan sus vulnerabilidades.
El eje de una de las cuatro historias narradas paralelamente fue la relación amatoria entre un “retrosexual” –Alberto Pujols– y una sensible artista de la plástica –encarnada por Jaqueline Arenal–, la cual satisface finalmente sus necesidades espirituales (negadas por la brusquedad inexpugnable de su pareja masculina), con una modelo acorde a su registro sentimental, en lejana referencia a la novela El color púrpura, de Alice Walker.
Esta suerte de feminismo lésbico aupado por visiones masculinas, define claras pautas en el tratamiento del amor entre mujeres, más poético, espiritual; compartidas además por las nuevas clasificaciones que esgrime el Centro Nacional de Educación Sexual, donde los varones son catalogados como HSH (Hombres que tiene sexo con hombres); mientras que las féminas son MAM (Mujeres que aman a Mujeres).
Continúa subrayándose en la representación de las relaciones lésbicas la delicadeza femenina convencional, en una persistencia del estereotipo consensuado socialmente, amén que el cine mundial ha trascendido este tópico con filmes como Boys don´t cry (Kimberly Peirce, 1999) y Monster (Patty Jenkins, 2003), donde las respectivas Hillary Swank y Charlize Theron se desfiguran hasta la retrosexualidad más burda, lo cual mereció sendos premios Oscar.
La subtrama lésbica de Aquí estamos adolece de dicha estetización. Frisa demasiado ligeramente el tópico bisexual y concentra el enfoque de las diversas gradaciones en los códigos de valores de las mujeres homosexuales: las extremistas autosegregadas –complejistas a la larga–, contra las naturalmente asumidas, sin temor a la expresión libre de sus preferencias.
Como culminación, se esboza un final de tintes equívocamente homofóbicos, donde la extremista lesbiana no fue balanceada por la contraposición de un extremista heterosexual, y finalmente perdió a su doncella en manos del galán más atractivo de la serie, que para más señas se nombraba Adonis.
Escandalosa la ausencia del beso amatorio entre las actrices, actitud moralista de realizadores, que retrotrajo la propuesta de aportar algo realmente significativo a los anales audiovisuales cubanos.
La actual teleserie Bajo el mismo sol, tercera entrega consecutiva de la televisión donde el tema homosexual acusa protagonismo, exhibió desde el primer capítulo, como indiscutible mérito, la concepción del personaje de la lesbiana varonil, relegada aún a los últimos nichos en las escalas de tolerancia social por la violenta discordancia con los atributos estéticos de la mujer, último baluarte de quienes logran trascender la preferencia sexual siempre que se respete el arquetipo femenino.
De ahí el tema Delicadeza, con el cual Carlos Varela canta en su disco Siete a la maravilla casi mística del amor entre doncellas. Con este lesbianismo más “duro”, catalizador de la masculinización de la mujer en todos sus aspectos, se apunta a una disolución de las fronteras sexuales, más compleja de lo previsto -y tolerado- por la mayoría de la sociedad cubana, y coloca al seriado en el ojo de un subrepticio huracán cuya fuerza aún no alcanza, ni por asomo, el punto álgido.