Menú cultural en días de radio
Aunque la lectura es indispensable para el desarrollo intelectual de los humanos, sin duda la radio, la pantalla más grande del mundo, al decir de Orson Welles, también aporta a la formación estética de la audiencia.
Hay quienes son fieles a Radio Enciclopedia y CMBF, imprescindibles para el ensanchamiento cultural de sus oyentes. Pero mi acercamiento a la radio no empezó por ahí, sino por la emisora de la familia cubana cuando ni me sabía la primera estrofa del Himno de Bayamo.
Fue mi abuela paterna, Blanca Reyes Carbonell, con una historia que encajaría perfectamente en el libreto de una radionovela, la que me puso en contacto con el deslumbrante universo radial, donde todo gira alrededor del sonido.
Mi formación como radioyente comenzó antes de conocer que Perucho Figueredo junto a decenas de personas entonaron por vez primera el Himno Nacional el 20 de octubre de 1868, tras la exultante entrada de las tropas rebeldes a Bayamo.
Ella, casualmente bayamesa, me cuidó desde el año hasta los seis, mientras sintonizaba Radio Progreso o Radio Sancti Spíritus.
A los cuatro o cinco años mi imaginación volaba a la velocidad de las ondas hertzianas. Entonces no soñaba con leerme ninguno de los volúmenes de literatura cubana ni universal, que yacían empolvados en el pequeño librero donde descansaba el radio marca Selena.
Como cualquier típica ama de casa, mi abuela fregaba, planchaba, almidonaba, lavaba, barría o me contaba historias sin apagar el radio.
Sin ella saberlo, desde ese momento siempre quise saber qué había adentro del aparato por el cual se oían caballos a galope, portazos, pasos cercanos, gritos eufóricos o silencios de zozobra.
A medida que ganaba en conocimientos, aprendí a escoger los ingredientes de mi menú radial que abarcaba programas diversos como En nueve minutos, Juventud 2000, Este es nuestro José Martí, El Cuento, Teatro; transmitidos por Progreso.
Me despertaba mucha curiosidad la presentación que hacía el locutor de En Nueve Minutos, al decir: “la información la trae el cable desde París, Francia, o Buenos Aires, Argentina, etcétera”. La historia se hilvanaba a partir de un supuesto despacho cablegráfico.
Aunque no entendiera todos los detalles, indudablemente los cinco minutos que Julio Batista dedicaba a radiar momentos de la vida de Martí, influyeron en mi visión sobre el previsor político, que tanto amó y defendió, pese a todo, a Cuba y a la libertad.
En 2003, durante mis prácticas radiales en Progreso, conocí personalmente a Julio Batista y a su editora Irma Prada. Fui testigo de cómo grababan el programa. También estuve sentado en la cabina, desde la cual el Guille Vilar y Marta Verónica Martel radiaban música en español e inglés para los seguidores de Juventud 2000.
De Radio Sancti Spíritus escuchaba frecuentemente Selecciones Musicales, Melodías a las 10 y el espacio de teatro que transmitían los domingos.
En el primero, el locutor Julio Antonio Pérez difundía en una hora las 10 canciones más sonadas durante la semana. En ese programa se tomaba en cuenta las opiniones que expresaban los oyentes a través de las llamadas al teléfono 2 20 15, el número vigente hace más de un cuarto de siglo.
Mi amigo Yojaner Meneses y yo nos poníamos a discutir en la secundaria sobre cuál iba a ser el título más popular de la semana. Al finales de diciembre, se escogían las “100 más calientes” (las más populares) del año.
Melodías a las 10 salía desde las 10 hasta las 11 de la noche. Allí se difundía música romántica, mientras sus locutores leían poemas de amor.
De no haber escuchado mucho teatro, tanto en Progreso como en Radio Sancti Spíritus, jamás me habría interesado pertenecer al grupo de teatro Moliere, dirigido por el entrañable Miguel Montesco en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana.
No exagero si digo que Montesco del 2001 al 2005 incidió positivamente en la apreciación teatral y expresión escénica de sus aficionados, incluso cuando la mayoría no somos actores, sino profesionales del Periodismo, la Comunicación, y otras ramas.
Gracias, fundamentalmente a Blanca y a Montesco, dedicaba 60 pesos mensuales cuando era universitario para ver cualquier estreno en el Mella, la sala Adolfo Llauradó, la Covarrubias y el noveno piso del Teatro Nacional, la Hubert de Blanck, el Bertold Brecht, el Trianón o en la sede del teatro Buen Día.
“El actor tiene que estar atento a todo lo que ocurre sobre las tablas, incluso en las butacas, sin olvidar la letra ni perder la emoción del personaje”, recomendaba el profe canoso, pero más juvenil que los muchachos de veinte años a quienes les compartí su experiencia artística.
“Decir cualquier parlamento señalando con el dedo índice, eso es de aficionado malo, malo”, aseguraba Montesco, quien falleció en enero de este año. Con él asimilamos que el secreto de actuar es no actuar.