14 de noviembre de 2024

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Instituto de Información y Comunicación Social

La juventud y el melodrama social cubano

Abundan en la Televisión Cubana intentos de conciliar la fórmula melodramática -pletórica de emociones hiperbólicas
El balcón de los helechos

El balcón de los helechos

Abundan en la Televisión Cubana intentos de conciliar la fórmula melodramática -pletórica de emociones hiperbólicas hasta la más estereotipada caricatura, de simple identificación en los primeros minutos, garantizada de antemano su aceitada deglución por mayoritarios paladares preceptúales-, con el compromiso sociocultural de un arte otro, menos dado al facilismo, aparentemente listo a desgarrar velos de nobleza panglossiana, “reflejando nuestra realidad cotidiana” sin ambages ni subterfugios mediadores, saldando deudas morales con un telerreceptor que no encuentra nexos entre lo visionado en la pantalla y lo observado por la ventana.

La reacción de los públicos criollos ante la transmisión en la década de 1980 de las telenovelas Malú Mulher y Gotita de gente (salvando los años luz cualitativos que median entre un melodrama brasileño y uno mexicano), disparó todas las alertas rojas, y demostró la contundencia de los resortes liberados por el fundador Félix B. Caignet en el universo mediático, y la plena adhesión a estos de un pueblo ganador de batallas por los grados Sexto y Noveno, libre al parecer del influjo enajenador de la industria cultural encarnada en estas producciones. Triste verdad: ningún material didáctico y moralizante puede contra las placenteras lágrimas.

Sólo quedaba asumir métodos y fórmulas con propósitos más proteicos que marcaran la diferencia. Series y telenovelas de indistinto balance cualitativo como La séptima familia; Un bolero para Eduardo; Bajo este cielo; Sin perder la ternura; El naranjo del patio; Retablo personal; Blanco y negro: no; Si me pudieras querer; Salir de noche; Violetas de agua; La otra cara; Doble juego; Lo que me queda por vivir; El balcón de los helechos; La cara oculta de la luna; Polvo en el viento; Oh! La Habana; Historias de fuego y Diana, han conjugado en tiempo Presente del Indicativo el género, imbricándose el arsenal emotivo y chismográfico del melodrama con el azar(espin)oso suceder social del cubano, en una suerte de tendencia genérica que podría calificarse de melodrama social.

Con desigualdades escandalosas entre éxitos estéticos y de recepción, la mayoría de tales propuestas han adolecido en general de la necesaria agudeza para obtener la controversial aguja oculta dentro del huevo, que está en el pato, que está en el conejo, que está dentro del pozo, que se abre sobre la Isla; quizás por no dañar demasiado los afeites de la Utopía, delatados Contenidos alarmantes agazapados tras la Forma.

De ahí que los pintorescamente surrealistas solares pletóricos de mansiones, las mesas desaparecidas bajo finos manjares, las cocinas modélicas y bien surtidas, el alto nivel de vida material de muchos personajes, remonten un crescendo en tales seriados, amén excepciones honrosas de sinceridad menos edulcorada.

Únanse a esto las etiquetas ecumenistas lucidas por quienes se proponen y declaran articular amplios botones de muestra de la realidad cubana y sólo consiguen demostrar cuánto trecho se extiende del dicho al hecho. El producto final televisado apenas alcanza modestos porcentajes de real representatividad social, plus dañina pobreza caracterológica, provocada ésta última por realizadores que obvian instrumentar la historia desde la personalidad compleja de cada ente, asumido como eje cosmovisivo autosuficiente. Este enfoque ha arrojado comprobados aciertos en producciones como El Naranjo…, Retablo…, Blanco y…, La otra cara…, Doble Juego y Diana.

Sin embargo, en las más recientes propuestas, desde un exceso de omnisciencia autoral, la construcción de cada carácter parte de la “situacionalidad” exterior. Es visto como fragmento icónico de un mosaico sociocultural, y no como unidad autosuficiente en dialéctica y creativa interacción con sus semejantes.

Son los personajes los que construyen la historia y no la historia a los personajes, quienes en este último caso -despreciada gran parte de su potencial expresivo-, se ven reducidos al papel de símbolo y moraleja, rígidamente sujetos a las situaciones, esclavizados a los algoritmos preconcebidos.

Esta tiranía temática y anecdótica prevalece en las tramas de Oh! La Habana, Lo que me queda…, La Cara oculta…, Polvo…, Historias…, y en aristas de las más ecuménicas Violetas… y El balcón…, algunas de cuyas sub

tramas no escaparon de estereotipos problémicos: véase la “ejemplarizante” historia del matrimonio drogodependiente, avocados al balcón sin helechos de la degradación física y moral, y los distintos casos de desavenencias matrimoniales, prostitución, curados por arte de magia gracias a las milagrosas gotas florales de la doctora Violeta.

¿Quiénes están ahí realmente?

Dentro de este amasijo de “buenas intenciones” y excesos cautelosamente moralistas y didácticos al asumirse temas aún considerados “álgidos”, el abordaje del complicado mundo del adolescente y el joven cubano de este minuto, bien como temática subordinada, bien como tesis fundamental, ha adolecido de limitada diversidad, y de la “pacatería” más rampante, encarnada por el rocker de Oh! La Habana, sometido a la purificación/desintoxicación de tanta “contaminación foránea” (el mismo rock proscrito en Cuba hace unas cuatro décadas) en el lustral agua de la más tradicional música cubana.

Amén los paradigmáticos Blanco y negro: no y Doble juego, peliagudos retratos grupales de la generación cubana posmoderna, donde los personajes soportan y realzan como cariátides y atlantes de identidades contundentes el frontón dramatúrgico depositado sobre sus espaldas, este sector etario, subdividido en infinitas áreas socioculturales, ha sufrido de estereotipia y subestimación mediática.

Dotados de gancho y buen sentido narrativo, seriales como Enigma de un verano, Coco verde, Mucho ruido, salidos de las respectivas manos de Roly Peña y Mariela López, delatan ligereza discursiva, siendo igualmente reducida la representación social a jovencitos demasiado “comunes” e inocuos; el espejo que nuestra TV coloca ante el transcurrir social cubano aún adolece de numerosas zonas de oscuridad y distorsión.

Entre los más recientes intentos de calar televisivamente en lo más arduo de la médula social cubana: la juventud, llega desde la premisa de la redención individual y social a partir del arte, Aquí estamos, con guión de Hugo Reyes y Alfredo Felipe Pérez, y dirigida por el veterano Rafael Cheíto González (Para el año que viene, Tierra Brava, Las huérfanas de la Obrapía, La otra cara de la Luna).

Un grupo de jóvenes provenientes de contextos diversos, carentes la mayor parte de ellos de un elemental acervo cultural, ausencia obnubilada, más que compensada, con abundantes pecunias paternales; perturbados por avatares familiares; adscritos a preferencias sexuales “antinatura”, reforzada su credibilidad como personajes por el anonimato de los actores protagónicos, son todos tutelados por el modosito teatrólogo arribado de lares no habaneros, altruista propugnador del “Arte por el Arte”, que interpretó Enrique Bueno, especie de misionero iluminado ante manada descarriada, finalmente sucumbido ante los encantos físicos y pecuniarios de su emigrada novia Susana.

La propuesta planteó la posible reversión del desarraigo y la fragmentación enajenante a fuerza de converger miras en un proyecto conjunto, inspirador de lo mejor de la espiritualidad humana, donde toda diferencia individual sea conciliada en pos del noble ideal colectivo.

Pertenecer a un grupo, en cuya conformación y posterior maduración cada integrante juegue un rol activo, creativo, propicia un proceso simultáneo de identificación del individuo con su prójimo y consigo mismo. Este proyecto teatral en ciernes, erigido desde cero, o mejor, desde cenizas, metaforiza la construcción social desde la participación real, libre de maquiavélicos formalismos.

Aunque la historia se fomentó desde microuniversos personales, asumidos los personajes como entes creativos y diversos, no se llegaron a tocar llagas muy dolorosas, tendiéndose sobre todos los desorientados angelitos protagónicos un manto de bonanza, siendo estos a la larga víctimas temporales de la maldita circunstancia.

La “muestra representativa” de la juventud fue tomada más desde la impresión que desde un mínimo rigor sociológico, lo cual hubiera arrojado resultados más plurales, si esa era la real intención de los gestores. Siguieron quedando fuera de juego los significativos segmentos de trabajadores sociales, instructores de arte, maestros emergentes, intelectuales, las diversas aristas de la marginalidad, los desocupados, pues la prostitución y la delincuencia son rozadas con el pétalo de una flor; la comunidad en continuo aumento de religiosos practicantes; los freakies… El lesbianismo continúa revistiendo una imagen femenina (feminista) a ultranza, de alto sexappeal.

Brillaron por su ausencia tantas y tantas piezas del puzzle, que con Aquí estamos el audiovisual seriado cubano mantiene una relación sinonímica con el término “reducción”, o la “negación de realidades”. El melodrama social alerta así sobre el peligro de intentar nadar en dos aguas y lavar la ropa. El mismo cuento de la bala perdida, como reza la letra del tema identificador de esta propuesta.

Añorado encuentro: Fe María y Juan Tomás contraatacan

Y más que perdida, fue pulverizada la bala en irrecuperables fragmentos,  con la propuesta Añorado encuentro, que bajo la dirección de Virgen Tabares sobre un libreto de Maité Vera, se transmite actualmente en las pantallas cubanas. Tras un realmente buen diseño de presentación, equiparado sin miramientos con lo mejor de la brasilera O´Globo, donde se enuncian las principales áreas dramático-situacionales de la telenovela, las ilusiones de percibir un producto de intensos conflictos y ardua caracterología se ven frustradas por la apabullante bofetada que es el despliegue de pésimo histrionismo enarbolado por Vladimir Villar, mal dirigidos como nunca sus escasos recursos interpretativos.

Su personaje de Orestes, concebido (quizás) como una apesadumbrada víctima de las circunstancias, incapaz de trascender las barreras no arquitectónicas que zancadillean su invalidez, convertido en sadomasoquista  verdugo de sí mismo, desbarranca su silla de ruedas en profundas simas de risible caricaturización epidérmica, acelerado el descenso con cada bocadillo masticado, cada muequita, carita, y baratas expresiones de retorcida villanía, donde brilla por su ausencia toda organicidad verosímil, aunque optara por la sobreactuación (nada extraño en un melodrama, hiperbólico y operático por naturaleza), garante de la identificación público-carácter.

Este primer desaguisado lidera los siguientes, cuando interacciona con Amarilys Núñez, ya una vez pareja suya en la telenovela colonial El eco de las piedras, transmitida alrededor de una década atrás, donde interpretaron el estigmatizado amorío entre la aristócrata Fe María y el mulato liberto Juan Tomás.

El amor despedazado entre la bailarina y su accidentado ex esposo; las infaustas consecuencias de su migración, con la niña a cuestas, hacia una Dinamarca sólo contextualizada con imágenes de archivo, cuya resolución Geografic Channel desentona a más no poder; los posteriores bubos abiertos en la personalidad de la jovencita, alienada de su familia-nación en los púberes albores y finalmente regresada a su país de origen; terminan diluyéndose en reiterativos y tensos chats entre los progenitores, varados cada cual a su manera en Cuba y Dinamarca, y en el débil progreso del personaje de Noris (Rachel Cruz), al inicio de la novela cargado de intenso simbolismo del desarraigo forzoso, la nostalgia de la matriz patria y todo el microcosmos de sutiles relaciones y significaciones únicas que esta entraña.

Noris es finalmente una jovencita más, con una raquítica vida interior, nada enriquecida por su entorno, la inexplotada relación con su padre pródigo, o sus amistades (todos bellamente anodinos como ella). Mal conducidos, el resto de los personajes y subtramas expuestos sobre la mesa no pasan de la mera y gélida exposición anecdótica, carentes de matizaciones que insuflarían el imprescindible soplo vital a lo prediseñado en el guión.

El entramado dialéctico de caracteres y sus interrelacionadas esferas socio-emotivas en Añorado encuentro, aparece articulado quizás con excesiva minuciosidad ajedrecística. Son enfatizadas, en explícita demasía pseudo-sociologista, las proporcionalidades sexuales, etarias y raciales, en detrimento de una construcción de personajes más volcada hacia lo subjetivo, hacia las vitalidades internas que, más allá de una representatividad políticamente correcta, (al estilo de la TV estadounidense donde cada “minoría” encuentra un representante en series y shows de toda índole), erijan al ser humano como protagonista definitivo de la historia.

Tal posible intento por mostrar la diversidad dérmica de la sociedad cubana contemporánea, gira sobre sus talones como peligroso bumerán cuando, a pesar de los calculados porcentajes de actores negros y blancos, éstos nunca llegan a mezclarse en relaciones demasiado sentimentales, mucho menos amatorias: las parejas jóvenes (Socorro-Cruz, Chony-Naomi), adultas (Arrollo-Duany, Balmaseda-Díaz, Breña-Vega, Alí-Núñez) y de la tercera edad (Knight-Rodríguez, Echemendía-Alí) guardan total homogeneidad cromática, violado este principio un tanto, casi por inconsciente desliz, en la relación entre Villar y una felizmente retornada, en clave patética, Nancy González, tras tanto reiterarse como vigorosa femme fatale en anteriores propuestas, ahora más cercana a sus interpretaciones en los seriales Su propia guerra y Sin perder la ternura.

Una vez más fue olvidado el articular tramas y nodos “conflictuales” desde la vida interna de los personajes, sus sentimientos encendidos al rojo vivo, no desde la concepción de tipos sociológicos, representativos “de nuestra realidad actual”.  No hay que extrañarse de estas deficiencias cuando todo el seriado se tambalea como músculos tensados sobre esqueleto descalcificado.

El guión adolece de elaboración sólida, atiborrado de frases vacuas y estereotipadas, apenas pinzadas con horquillas a las bocas de los personajes, que las emiten con frialdad provocada por la “desaprehensión” orgánica. Las emociones, perennes tensiones e hipérboles sentimentales que constituyen basamento imprescindible del melodrama, brillan por su ausencia en medio de las interacciones gélidas de los entes, más adecuados en tono y concepción a las dramatizaciones presentadas por programas de bien social al estilo de Cuando una mujer. Mucho añoro hallar algo de energía vital en las marionetas que danzan tres noches por semana en mi televisor, guiados sus hilos por torpes titiriteros.

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