Un hombre TOTAL
Transcurría el sangriento decenio de los 1950.
Un hombre veinteañero, miembro de un comando antibatistiano, se jugaba el pellejo sin abandonar su acostumbrada sonrisa.
Muchos años después, agobiado por los homenajes, iba a susurrar: “Sólo hice lo que tenía que hacer”.
El acoso policíaco lo obliga a exiliarse en Venezuela.
Nada menos que Venezuela. Desde Cuba cada medianoche esperábamos ansiosos el programa del Movimiento 26 de Julio que transmitía la caraqueña Radio Continente. A través de esas ondas muchos cubanos escuchamos por vez primera el himno del Movimiento, en la voz de Daniel Santos.
Tras la alborada gloriosa, ya el 2 de enero aterriza en la tierra natal.
Y, alborozado, se dispara su hiperactividad en la patria amanecida. De él diría Enrique Núñez Rodríguez: “Es un mártir cotidiano de la radio”. Y él comentó: “La radio le dio sentido a mi vida”.
Humorista nato –gracias a su raigambre popular–, alguien lo calificaría como “arquitecto de la risa”, mientras él confesaba: “Sacarle una sonrisa a alguien es un placer que no tiene comparación”.
Pero jamás tuvo conciencia de quién él era. Modestísimo, sin pose. Cariñoso con los compañeros a matarse. Dedicando siempre su límpida querencia hasta a quienes no se la merecían.
¿Su título nobiliario? Pues frecuentemente proclamaba con orgullo haber echado cuerpo en el hogar humildísimo de un suplente de tranviario, en el marianense Pogolotti, barrio obrero.
Desde hace años no tenemos entre nosotros a Alberto Luberta, para pasarla de maravilla conversando en la puerta de aquella mole azul, Progreso.
Y se le extraña a aquel HOMBRE TOTAL. (Sí, HOMBRE TOTAL, con mayúsculas).
Y cuánta necesidad tenemos, en las circunstancias actuales de nuestra sociedad, reflejar la sustancia de lo que somos de esa forma con que el cubano se mira a sí mismo y al modo en que vive, con el gracejo que nos caracteriza.