19 de abril de 2024

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Editorial del Instituto Cubano de Radio y Televisión

Bufo(n) de guayabera y yarey

La imagen del campesino en la pequeña pantalla ha estado abocada más al estereotipo y la burla que a una representación seria de un sector clave de la nacionalidad cubana
Palmas y Cañas

Palmas y Cañas

El homo sapiens tiende a reducir individuos, grupos, comunidades, naciones…, a partir de sus limitantes gnoseológicas para apreciar a sus semejantes en su multidimensionalidad cultural, ajenos a la cosmovisión «propia», lo cual los lleva a promover estereotipos homogeneizadores y peyorativos.

De ahí que el sistema cotidiano de representaciones, tanto personales como mediáticas, sume a sus códigos los más diversos estereotipos. En Cuba bautizamos como «gallegos» a los españoles, en desmedro de la multinacionalidad del país ibérico. Se cataloga como «chino» a los originarios del Lejano Oriente, sin reparar en las diferencias, incluso físicas, entre japoneses, camboyanos, vietnamitas y filipinos.

A la larga los estereotipos subliman en caricaturas e hipérboles ridículas a grupos divergentes y marginados por dinámicas de poder. En la gráfica pop era común, hace apenas medio siglo, representar a los personajes negros como simios cabezones, de labios abultados, con pies, manos y ojos desproporcionados. Los asiáticos eran enanos dientones, con espejuelos y bigotillos finos, embutidos en trajes de mandarines, tal cual se aprecia en animados cubanos contemporáneos, como las nuevas aventuras de El negrito Cimarrón, donde aparece el personaje Chang Pu junto a una esclava «mudita», de aspecto simiesco.

El guajiro: cuarta pata de la mesa bufa

Una manifestación artística nacional donde el estereotipo caricaturesco alcanzó altas cotas, fue el Teatro Bufo, con su Negrito, la Mulata y el Gallego. Amén de que el primero y la segunda representaran la resistencia nacional contra la invasión foránea, figurada por el gaito; o bien la absorción de este por la cultura popular criolla, el cuadro costumbrista se basaba en una simbólica reducción de áreas sociales cubanas.

Si bien en la actualidad se apela poco a este género, permanece el espíritu burlesco de «sana» discriminación desde nuevas recodificaciones, entre las cuales descuella el campesino o guajiro, individuo hacia el cual se desplazó el instinto estereotipador cubano.

La cultura urbana fomentada en Cuba reforzó la concepción del campesino como sujeto social retrógrado y obtuso. En igual medida, trató de legitimar los métodos científicos en detrimento del empirismo campesino, confundiendo muchas veces la miseria con el típico bohío –adecuado para las características climáticas de la campiña–, el cual era necesario desplazar con el hormigón.

El guajiro devino fantoche, presa segura del humor, desde la aparición de personajes como Melecio Capote –interpretado por Reinaldo Miravalles en los años 80–, individuo pletórico de hábitos y conductas, violentas, machistas, iletradas, carente de modales y altisonante acento, de cuyas fricciones con la civilización citadina surgía la chispa carcajeante.

Contra ese estereotipo poco pudo el rol de Pedro Cero Porciento, encarnado por el mismo actor en De tal Pedro tal astilla (1985), donde se apeló a una representación más decorosa de los ganaderos cubanos. Fue Melecio quien se erigió en modélico pilar del humor audiovisual y escénico cubano.

Desde inicios de la década de los 90, cuando otros actores intentaron emular con ese personaje, en la azotea del programa Sabadazo entró de manera triunfal Antolín el Pichón, con el cual el humorista Ángel García alcanzó fama perenne.

A pesar de la innegable comicidad desplegada por el personaje, no fue difícil leer entre líneas, sobre todo en las primeras etapas del programa, la violenta caricatura del campesino como patético émulo de la cultura urbana. Asfixiado el orgullo de pertenecer a un entramado sociocultural tan válido como cualquier otro, el guajiro aparece como sujeto en crisis, anhelante por mimetizar a los habitantes de las urbes, de transformarse y travestirse acorde con los cánones consensuados de legitimación social, cual camaleónico Zelig, concebido por Woody Allen; o la rana auténtica de Monterroso, que se automutila con tal de ser aceptada para finalmente saber a pollo.

Con veinte años de atraso respecto a la moda citadina, Antolín deviene grotesco figurín inconsciente de su calamitosa imagen y conducta, las cuales lo alienan del contexto donde quiere encajar y del que proviene, como una pelota en tierra de nadie.

El Pichón contrastaba con un más efímero Matute, asumido por Ulises Toirac, una suerte de bobalicón ratón del campo que visita ocasionalmente a su congénere citadino. El atuendo más convencional de guayabera y yarey, salvaba un poco la dignidad que socavaba el aturdimiento.

Paralelo a un Antolín más «sofisticado», y por tanto apocado en el gracejo de los parlamentos y acciones, el guajiro bufo remonta en la televisión con Deja que yo te cuente, en los sketchs seriados de La viva estampa, que ubican al campesino en el ambiente rural, sin tribulaciones citadinas.

El Pipo Pérez interpretado por Osvaldo Doimeadiós, el Urbino de Nelson Gudín, y la Arturita de Yerlín Pérez, junto a personajes secundarios que completan el cosmos bucólico donde se desarrollan los conflictos, no renuncian al hilarante humor, al golpe de ingenio, a la pincelada absurda, garantes de la rápida empatía entre personajes y receptor.

La representación compasiva del ente desarraigado y lastimosamente esnobista subyacente en Antolín, es evitada con bastante éxito. La viva estampa se inclina al desarrollo del sujeto en su contexto, al estilo de las fabulaciones de Samuel Feijóo y su Pueblo Mocho, del Juan Candela de Onelio Jorge Cardoso, La Odilea de Francisco Chofre, o los personajes de Mario Brito.

Guajiros naturales

Otras obras televisuales han recreado el universo del campesino cubano, su imaginario y contexto, como la teleserie Cuando el agua regresa a la tierra, historia de pasión, reencuentros e identificación generacional, soportada en las inolvidables interpretaciones de Manuel Porto, Salvador Wood y Broselianda Hernández.

Al estilo de novelas como El país de las sombras largas, de Hans Ruesch, que recrea la vida esquimal desde la empatía y no desde el exotismo, el televidente se adentra a través de los capítulos en una recreación orgánica de la cotidianidad y los conflictos de los cenagueros, en pugna por hacer valer sus predicamentos y sobrevivir adversidades, desde la ética.

Otra mención merece la aventura Hermanos, western aplatanado en el campo cubano de 1868, inspirado en los forajidos hermanos Frank y Jesse James. La serie validó el campo como escenario propicio para desarrollar historias contundentes, con caracteres enjundiosos.

Menos suerte corrieron miméticas producciones posteriores como Los Tres Villalobos, donde una mala mixtura de elementos western y campestres lastró la verosimilitud de la puesta, protagonizada por héroes de jeans, botas tejanas relucientes y pelo engominado, cabalgando y disparando en medio de una manigua ajena.

Otro de los personajes icónicos del guajiro vadeó estereotipos en la telenovela Tierra Brava: el tullido Silvestre Cañizo, hito indeleble en la carrera de Enrique Molina. Este corajudo Quasimodo rural ha sido uno de los héroes más singulares del género, equiparado con el Rigoletto de José Antonio Rodríguez, en Las impuras, basada en la novela homónima de Miguel de Carrión.

Más allá de la ficción audiovisual, el campesino cubano adolece de estereotipos pintorescos en espacios como Palmas y Cañas, concebido para reivindicar nuestra cultura rural.

Además de la recurrente presencia de Antolín, irónica jugarreta donde los guajiros se ríen de ellos mismos, la dirección de arte ofrece una envejecida visualidad: modelos encartonados dentro de grandes guayaberas, desmesuradas pañoletas escarlatas y sombrerones carnavalescos, en interacción con muchachas engalanadas con batones y maquilladas para cabaret. Nada más lejos de las dinámicas cotidianas y la visualidad del campesino actual.

Entre bohíos de vodevil montados sobre un reluciente piso de losas y plantas trepadoras que ofrecen un equívoco aspecto de jardín y no de campiña, el programa perpetúa la imagen de contemplativos agricultores, criticada en producciones cinematográficas como El romance del Palmar o La renegada (Ramón Peón, 1939 y 1951).

En el audiovisual televisivo cubano, el campesino se balancea entre la subestimación burlona, conmiserativa, y la brega por legitimar la campiña, área social sostenida en un sistema de relaciones vitales coherentes, para nada requeridas de alfabetización ni conducción del buen salvaje Viernes, por un Crusoe que lo ilumine hacia la superpoblada civilización de hormigón.

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