Ponme la mano aquí…Macorina
Era un viejísimo sueño: lograr un vehículo autopropulsado, que no dependiera de las veleidades o los cansancios de un cuadrúpedo.
En La Ilíada, Homero nos habla de veinte vehículos construidos por Vulcano en un solo día. El poeta ciego subraya en un verso: “Se mueven por sí mismos”.
Como era de esperar, el asunto estuvo entre las preocupaciones del versátil Leonardo da Vinci.
En 1760 un clérigo suizo sugirió montar pequeños molinos de viento en un carro, para propulsarlo.
Veinte años antes de la Revolución Francesa, en ese país surgió el primer carro movido a vapor. Lo inventó un oficial de artillería y, con cuatro personas a bordo, era capaz de alcanzar la velocidad de tres kilómetros y medio por hora.
En cuanto al auto con motor de gasolina, la mayoría de los historiadores señalan como pioneros a los alemanes Benz y Daimlier, en el siglo antepasado.
Pero… vayamos a Cuba
Es diciembre de 1898 y faltan sólo días para que las tropas coloniales se retiren de Cuba. Entonces, llega a la Isla el primer automóvil.
Su dueño es José Muñoz, familiarizado con el invento durante su estancia en París. El auto costó mil pesos, tenía dos caballos de fuerza y desarrollaba una velocidad de 12 kilómetros por hora.
Muñoz no es un esnobista ni un playboy de la época. Se trata de un comerciante que trae la representación exclusiva de una marca de autos, La Parisiense. La publicidad no le resulta difícil, pues basta salir tripulando el inusitado vehículo para que la gente se arremoline.
Una vez cierta dama curiosa le pregunta en virtud de qué se mueve el auto y Muñoz, quien parece haber sido bastante bromista, le contesta: “Señora, adentro lleva un gallego, que lo va empujando”.el alias de La Macorina.
Según Guillermo Lagarde, fue la primera mujer driver en América, tripulando su Hispanosuizo blanco.
Dedicada a lo que algunos –quizás injustamente– denominan como la más vieja profesión del mundo, entre sus múltiples amantes se contó el general mambí y presidente José Miguel Gómez.
Y un danzón picaresco –que rememora aquella vida tormentosa– la inmortalizaría: “Ponme la mano aquí, Macorina, pon, pon, pon…”.