¿Por qué no hay camellos en Cuba?
En 1833 la Corona da su visto bueno para que traigan camellos a Cuba. Sin embargo, hoy no existen aquí tales mamíferos. ¿Qué se hicieron? Ah, pues aquellos tremendos animales fueron literalmente destruidos por un bichito diminuto: las niguas, que los parasitaron sin piedad. Y eso parece una prueba del antiguo dicho: “No hay enemigo pequeño”.
De aquel mismo año, el marino inglés J. E. Alexander, en sus Trasatlantic sketches, nos legó un vívido levantamiento de época. En la rada habanera vio “una escena bulliciosa”, pues “los muelles estaban llenos de montones de mercancías y barriles con provisiones; grupos de negros semidesnudos gritaban y cantaban […] Los armadores y patronos, con sombreros de Panamá de anchas alas y sacos listados de hilo, formaban grupos en que se hablaba del azúcar, el café y la harina; el humo de los tabacos llenaba la atmósfera […] me pareció descubrir a un pirata o dos”. Regla está “habitada por piratas, negreros “y toda clase de vagabundos”. Deja la imagen de un clero de vida poco edificante: “Escuché a un eclesiástico liberal lamentarse de los pecados de sus hermanos, y lamentar que la iglesia no autorizase el matrimonio. Muchos curas tienen una hermosa sobrina para manejar la casa…”. Y narra el caso de un sacerdote galante, muerto de una estocada por trajines de faldas, mientras otros son aficionadísimos a las peleas de gallos. Considera que “los funerales en La Habana se llevan a cabo en una forma que daría vergüenza a la nación menos civilizada”. Llama su atención que en los entierros de los niños “los acompañantes entonan canciones alegres, puesto que sin duda han de ir al cielo”. Describe un desayuno en casa opulenta: carne, pescado, huevo, jamón, vino y café, culminando todo con un habano, que se enciende en un caldero lleno de tizones que se coloca en medio de la mesa. La lidia de toros es tan popular que resulta difícil adquirir entradas. Va al teatro, “un gran edificio con techo a prueba de bombas”. Observa que las señoras visten de blanco, y los hombres con chaquetas de gingham a rayas. Nota la popularidad de que gozan valses, fandangos y contradanzas, y diagnostica que “en cuanto a gracia y elegancia en el baile, los habaneros no tienen rival”. Por último, se engaña lamentablemente cuando declara que cerca del Castillo del Príncipe hay una cruz puesta allí por la mismísima mano de Cristóbal Colón. (El Gran Almirante jamás visitó esa zona, en ninguno de sus cuatro viajes).
En tres años han llegado a Cuba, como soldados, 800 criminales, procedentes de Ceuta.
Nacen dos glorias de la medicina: Carlos J. Finlay y Manuel González Echeverría, expertos mundiales en fiebre amarilla y epilepsia, respectivamente.
Muere el pintor francés Vermay, fundador de la Academia San Alejandro. A la prensa se le va la mano, y al despedirlo lo llama “el Rafael de las Antillas”.
Comienza sus labores una biblioteca pública en Matanzas, segunda en Cuba y primera fuera de la capital.
Exportación anual de café: 64 millones de libras.
Azúcar. Fundado el ingenio Guipúzcoa. Según Pezuela, produce el país más de 7,6 millones de arrobas.
La Sagra publica su Cartilla para el cultivo del cacao en la Isla de Cuba.
Fuerte temblor de tierra en el suroriente cubano. Alarma en Trinidad, por cierto fenómeno atmosférico, al parecer una lluvia de estrellas.
Sublevación de esclavos en el ingenio Jimagua.
El capitán general, ¡muy humanitario!, advierte a los jueces pedáneos en cuanto a sus excesos en las fincas sublevadas, pues están “matando animales y negros y arruinando a los dueños”.
Muere Fernando VII. En Cuba se celebra la proclamación de Isabel II. De tal palo…
Año terrible: el cólera, que había arrasado a Europa y a los Estados Unidos, hace aquí su aparición, en el habanero barrio de San Lázaro. Una turba intenta linchar al doctor José Piedra, quien pronunció el primer diagnóstico, como si el galeno fuese el culpable de la desgracia.
Era muy poco lo que estaba al alcance de la ciencia médica de aquellos días: fricciones con cierto bálsamo, aplicación de sacos con ceniza caliente, diversos brebajes con gotas de éter o acetato de amonio, y otras zarandajas. Según El Diario de La Habana, la enfermedad es ocasionada por las lombrices. El doctor Francisco Calcagno aconseja evitar “todos los motivos de disgusto, los arrebatos de cólera, las ideas tristes”. Las palmas del ridículo se las llevó el capitán general, quien se puso a teorizar sobre la epidemia. Advierte que “es perjudicial regar las calles porque la causa principal de la enfermedad reinante reside en la atmósfera” y “la acción positiva de la electricidad de ésta, actuando sobre la negativa de la tierra, adquiere más influjo en la producción de la enfermedad”. Y ordena que todas las fortalezas efectúen disparos de cañón varias veces al día, “para limpiar la atmósfera”. En Matanzas, se autoriza prender fogatas frente a las casas, con igual fin. El mal se ceba especialmente en los africanos, por lo cual en los años inmediatos se intensificará el ilegal comercio de esclavos, para reponer los muertos en la epidemia.
El Protomedicato prohíbe la venta de ciertas “Botellas del Catalán” y de específicos que contienen opio, pretensas medicinas contra el cólera.
La epidemia causó 12 mil muertos en La Habana y 30 mil en el país. Las bajas capitalinas representaron el 7,5 % de la población. Sólo en un pueblo, Güines, hubo 1 213 víctimas mortales.
El cólera, al menos, brindó una excusa para beber aguardiente en cantidades navegables, pues al líquido se le reputaban virtudes para alejar la enfermedad.
En fin, ¡tremendo añito!