Un genio que murió solo y abandonado
Nadie se enteró. Pero vino al mundo en 1880, humildemente –como iba a morir– en una familia de insurrectos del litoral centronorteño cubano.
Sucedió en aquel punto costero, que fue aldea de pescadores –con el nombre de Cayo Barién– hasta que un gobernador lo hizo pueblo. (Sí, tarea debida a Vives, el mandante que intentó corromper al cubano con la política de “las tres bes”: baile, botella y baraja).
Pero eso es Historia Antigua.
Cuando concluye la Guerra del ‘95 se traslada de Caibarién a La Habana, donde lo encontramos trabajando como tabaquero.
Pero a Manuel Corona Raimundo la música –y su eterna compinche, la poesía– le pone la sangre en estado de ebullición.
De manera que diariamente, cumplidos sus deberes en la tabaquería, anda estrenándose en el mundo de la bohemia –que será el suyo para toda la vida–, ejerciendo su aptitud musical en los más terroríficos barrios capitalinos, entre fleteras, chulos y matones.
En 1902 visita Santiago, La Meca de los Trovadores. Durante un encuentro en el Hotel Colón, escucha cómo Pepe Sánchez, profético, le dice: “Serás algo notable, Corona, yo te lo digo”.
Pronto, en los años aurorales del siglo XX, se va a convertir en un ídolo para todos sus compatriotas que saben evaluar qué son los versos de alto vuelo, escoltados por una melodía arrebatadora. Hasta el punto de que los melómanos se dividen en dos bandos: los seguidores de Sindo Garay y los de Corona.
En 1911 una chiquilla que apenas había cumplido los catorce años se decide a participar en un espectáculo-beneficio, que se va a celebrar en el teatro Polyteama Grande, convocado para favorecer a Arquímides Pous. La muchachita se llamaba –¡escuchen bien, por favor! – María Teresa Vera. Allí debutó interpretando Mercedes, de Corona, una pieza que ha inspirado a varias generaciones de cubanos masculinos en ejercicio de nuestra varonía.
Muy afanosos peritos sobre su obra, aseguran que –recordista—le dio nombre de féminas a más de ochenta de sus piezas.
Ah, pero hubo el momento clímax.
Corona visitaba el cuarto de vecindad habitado por María Teresa. Y se le presentó un personaje de alto vuelo.
Armando André, periodista, había sido comandante del Ejército Libertador. Le puso una bomba en Palacio a Valeriano Weyler, el gobernador colonial, homicida psicópata. Finalmente lo asesinó otro desequilibrado: Gerardo Machado y Morales.
André trae para el caibarienense una singular encomienda.
Él es el amante de Longina O’Farril, quien se había desempeñado como bailarina y cantante de coro en una compañía teatral. Y era una mulata impropia para que la contemplasen los afectados por dolencias cardíacas.
Desde que Corona conoció a aquella diosa de aceituna, se estaba inaugurando la más conmovedora e inimaginable historia de amor no correspondido.
Y André le pide una canción para su amada.
Ahí está la pieza Longina, por los siglos de los siglos, cortándonos la respiración a todos los cubanos.
Tétrico final
Año 1950. Corona, tuberculoso, tiene por hogar un minúsculo cubículo del bar El Jaruquito, Playa de Marianao, donde guardan los útiles de limpieza.
Allí encuentran muerto a aquel mago de la trova, hijo de insurrecto.
Mandaba en Cuba el doctor Carlos Prío Socarrás, cuya progenitora fue capitana mambisa y era aficionadísima a la música (amiga de Daniel Santos).
Pero ninguno de esos dos rasgos de doña Regla Socarrás determinaron que su retoño moviese en dedo a favor del genio olvidado, excluido, ninguneado, multiplicado por cero, convertido en una no-persona.
Dudas no caben: hay seres en cuyas entrañas se puede albergar toda la insensibilidad de que es capaz el género humano.