26 de abril de 2024

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Editorial del Instituto Cubano de Radio y Televisión

El cubano que vendió una joya por una bagatela

A un privilegiado oído musical, Mérido Gutiérrez tenía unía un aparato de fonación capaz de reproducir la voz de los instrumentos

Fue en la década de los 1940. Y aquella noche neoyorquina estaba como para congelarle los testículos al mismísimo oso polar.

Un hombre joven se mueve por la Quinta Avenida, maldiciendo a voces, en español, al frío de la Big Apple.

Por fortuna, los pocos arriesgados que se han atrevido a salir bajo la nevada implacable, no entienden los horrores impúdicos que él pronuncia.

Bajo el ambiente gélido, añora desaforadamente esa caricia del sol que se enseñorea de su natal oriente cubano.

Ah, pero, como decimos sus coterráneos, él no es bobo a nada. Ni se le mueren los lechones en la barriga. O sea, puede ser capaz de enfrentar cualquier trance áspero y salir triunfante.

He ahí una enorme puerta. Sí, es la biblioteca de la Quinta Avenida. Por cierto, dotada de una tórrida calefacción.

Ingresa. Y una bibliotecaria —¿por humanitarismo, o porque él era un ejemplar de apostura masculina? — le brinda amable acogida.

Las paredes están tapizadas con el arte pictórico mundial. Pero una imagen femenina monopoliza su atención. Es nada menos que el cuadro más popular del planeta, donde cierto pintor, creo que nombrado Leonardo, nos presenta a una muy traída y llevada dama renacentista.

Cuando ya se le han entibiado hasta los tuétanos, tomará calle nuevamente, hacia su humilde alojamiento.

Al llegar, Mérido César José Lauro Gutiérrez Rippe se arma de una guitara y le entona un salmo a aquella mujer cuya mirada aún no sabemos si es irónica o desafiante.

He aquí al personaje

Viene al mundo, un sábado 18 de agosto, 1917, en la casa de la abuela materna, donde coinciden las holguineras calles Maceo y Ángel Guerra.

Es el octavo hijo de un matrimonio humildísimo. (Él nunca iba a renegar de su pertenencia a la gente maltratada, “los pobres de la tierra”, como dijo El Homagno).

Yo imagino –es sólo una suposición– que al pequeño, aunque rodeado de dulces arrumacos, la familia lo vio como a un ser aterrizado de otros mundos. Sí, ni más ni menos que un extraterrestre.

Imagínense. A un privilegiado oído musical, unía un aparato de fonación capaz de reproducir la voz de los instrumentos: el violín, la trompeta, el trombón.

Enrique Avilés, pianista de la orquesta fundada por su familia, escucha las imitaciones de Mérido y las considera excelentes, hasta el punto de decirle: “Muchacho, tienes dinero en la garganta”.

La primera guitarra la recibe de su primo Manuel. Y la madre le paga algunas clases del instrumento. Lo cual determina –al tener dos especialidades– que comience a ser llamado el artista múltiple. Y que componga su pieza inaugural, Te quiero, dedicada al primer amor juvenil.

Es presentado a Ernesto Lecuona —de paso por Holguín— como una curiosidad de la cultura local. Y el maestro lo felicita por sus habilidades vocales.

Incursiona en La Habana, ciudad que aún no conocía. La celebérrima Corte Suprema del Arte lo premia, junto a una bella joven mezzosoprano llamada Alba Marina.

Como estrella naciente, es galardonado en un programa de la CMQ, patrocinado por una marca de aceite español. ¿El premio? Pues 7 pesos y una botella del producto.

Su suerte en la capital tendrá altibajos. Quizás sus mejores momentos serán cuando el trío al cual pertenece lo contratan en el Hotel Nacional. Pagan al conjunto 120 pesos mensuales, cifra que han de dividir entre los tres integrantes.

Cuando se presenta en El Floridita o La Zaragozana, exigen que vaya elegantemente trajeado. (El vestuario lo alquila en la Casa Fincy, por un problemático peso semanal).

También, contribuirá al ambiente sonoro del pornográfico Teatro Shangai.

Más a menudo, ha de amenizar las noches en bares de mala muerte, alguno en la barriada prostibularia de San Isidro. A veces, tendrá que sumarse a la tribu nómada que pasa el cepillo con la petición “¡Coopere con el artista cubano!”.

Dos hechos le ponen fin a su estancia capitalina. Por un lado, la proliferación de traganíqueles, aplastantes competidores de los buscavidas en los bares. Por otro, una merma en el turismo norteamericano, principal fuente de propinas.

De manera que decide brincar el charco.

En la acera de enfrente

En Nueva York disfruta de relativo éxito, entre los fundadores del Trío América, que tiene resonancia en la prensa de la crítica especializada. Logran grabar con Margo Records, Landia, Rumba, Bolero y RCA Víctor, pero la parte del león se la llevan las firmas disqueras.

Pero… regresemos a las líneas inaugurales de este articulejo. Sí, cuando Mérido Gutiérrez está vagando por la muy gélida Nueva York y cae prendidamente enamorado de La Gioconda.

La economía hogareña está en crisis. Está lavando platos en el hotel Empire. Y las boquitas infantiles de Franklin, Madelin y Carolina piden nutrirse. Él, digno padre cubano, ha de dar la cara. Mérido la saca.

Y vende a una entidad norteamericana, por la ridícula cifra de 200 dólares, los derechos de autor sobre su Mona Lisa.

Después vendría… lo que vino. Una popularísima versión en inglés (Mona Lisa, Mona Lisa, men have named you…). Sería el tema musical en la película de Paramount Captain Carey, U.S.A., drama bélico de 1950. (De ahí en adelante, cada vez que en un filme norteamericano querían ubicar la acción en los años ‘50, aparecía la pieza en la banda sonora).

Un inolvidable matancero se enamoraría de la canción, que figura en el disco Más Mambo con Pérez Prado, 20 Grandes Éxitos, de 1951.

Pero el gran palo –según el sentido en que usamos la palabra los periodistas– había llegado cuando ese ángel prieto de voz acariciadora, el Nat King Cole, da a conocer su versión del número. El disco estaría ocho semanas en el número uno del hit parade estadounidense. Fue Disco de Oro, con un millón de copias vendidas en 1949.

Pero aquí viene el colmo de los colmos. Cuando Mérido intenta grabar la canción con el Trío América en su idioma origina se ve obligado a solicitar un permiso en materia de derechos autorales.

Otra infamia. En un documental transmitido por A&E Mundo, Jay Livingston declaró ser el autor de la canción. Después, las hijas de Mérido denunciarían al cantante norteamericano —inmundo plagiario— mostrando pruebas: la autoría estaba asentada en el Registro de la Propiedad Intelectual de Nueva York.

Ya no puede más, a fuerza de vejámenes y afrentas.

Su última actuación en New York sería el 31 de diciembre de 1956 en el Cabaret La Rumba.

El comeback

Regresa a la isla que adora. Sí, esa tierra que su maestro de primaria, el mulato Salustiano del Campo, le enseñó a idolatrar.

La esplendorosa alborada del primero de enero lo fascina. Y se da en cuerpo y alma al servicio de sus compatriotas.

No habrá muchacho principiante, aficionado a la música, que no cuente con su apoyo. Crea una inolvidable peña del tango. Y aquel oriental cuyas piezas habían sido cantadas lo mismo por Pedro Vargas que por el Trío Los Panchos, también ejerce como periodista en su terruño.

Cierra los ojos por vez postrera el 5 de mayo de 1992.

Quizás se fue recordando la enigmática sonrisa de cierta dama italiana. Y tarareando para sí mismo aquello de Mona Lisa, Mona Lisa te han llamado.

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