La colombiana que redescubrió nuestra música
Jubilosamente juguetona, bromista carente de límites, fanática del chiste, alegre hasta el frenesí, son algunos flashazos para fotografiar el alma retozona de Adriana Orejuela (Santa Fe de Bogotá, 1965 – San Cristóbal de La Habana, 2022).
Ah, pero se equivoca quien imagine, por los rasgos antes descritos, que era ella un ser desentendido del deber. No, Adriana fue una auténtica ergópata, o sea, alguien poseído por la manía de trabajar sin límites. Para Adriana parecía concebida la convicción de Thomas Alva Edison, quien opinaba que el éxito era un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de sudor.
En Cali transcurrieron su infancia y su adolescencia. Y en esta ciudad del valle del Cauca sucumbió frente a los encantos del arte que combina sonidos y silencios.
Un buen día —sí, bueno para nosotros y para ella— se establece en nuestro país. Fue tan definitiva su identificación con esta Antilla Mayor y con su gente que nadie la reconocía como una extranjera.
Cuba sería el escenario definitivo de su pasión por el trabajo. Movió no sé cuántos metros cúbicos de bibliografía, incluidos miles de artículos periodísticos. Entrevistó a incontables informantes. ¿El resultado? Pues esa titánica obra que tiene por título El son no se fue de Cuba. Claves para una historia. 1959-1973, presentado en el 2006.
Allí, junto a un panorama de la música cubana, que provocó admiración en muchos países, hizo trizas la maligna tesis de que el triunfo revolucionario había expedido el certificado de defunción de ese arte en nuestra patria.
Adriana Yanuba Orejuela Martínez acaba de emprender viaje hacia el “más allá”, según dicen los creyentes.
Y nosotros, sus dolidos amigos, albergamos la esperanza de que en aquellos parajes pueda seguir desplegando su laboriosidad y su gracia desbordante.
Pues, como dijo en poeta Benedetti
Después de todo
la muerte es sólo un síntoma
de que hubo vida.