26 de abril de 2024

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Editorial del Instituto Cubano de Radio y Televisión

Lupe, la tremebunda

“La Lupe es Edith Piaf, Janis Joplin y Aretha Franklin en una sola mujer, más un toque de locura”. (Comentario en la revista neoyorquina The Village Voice).
La Lupe

La Lupe

A no dudar, 1954 fue un año de privilegio para nuestra música. Sí,  una época que provoca, al menos en ese aspecto, emocionada añoranza.

Pepe Reyes está cantando, en Tropicana, un clásico de Portillo de la Luz, “Noche cubana”, mientras el autor marianense se encuentra componiendo “Tú, mi delirio”, “Chachachá de las pepillas” y “Canto a Rita”. Richard Egües ocupa la plaza de flautista en la Aragón. Adolfo Guzmán escribe “No puedo ser feliz”. María Teresa Vera y Reynaldo Hierrezuelo se presentan triunfalmente en escenarios mexicanos.

Mientras, en la Capital del Caribe –Santiago, claro está–, una chiquilla se escapa de la escuela. Ella no sospecha que será un símbolo de la música cubana. Por el momento, le basta con parecer un emblema de nuestro ajiaco: china-mulatoide-aindiada.

Guadalupe Victoria Yolí Raymond (Santiago de Cuba, 1936 – Nueva York, 1992) es entonces una muchachuela de diecisiete años que se dirige tras su fuga escolar, por las irregulares calles santiagueras, hasta una emisora local, donde compite imitando a una cantante en boga, Olga Guillot, en la interpretación de “Miénteme”, con lo cual se lleva los lauros.

Sería la primera rebelión de quien estaría llamada a ser una subversiva espiritual. Papá Tirso –bacardicero, o sea, trabajador de la ronera Bacardí–  sueña con un futuro de maestra para la hija, una seguridad desde un escaño profesional, según mandan Dios y los convencionalismos.

En 1955 la familia viene para La Habana, La Lupe con ellos. Paralelamente con la carrera magisterial, comienza su vida artística, con los Tropicubans, quienes finalmente la expulsan por “su extraño carácter”, según el diagnóstico de la musicóloga Adriana Orejuela.

Ha pasado por variopintos rincones de la incansable vida nocturna habanera de la época, pero un sótano vedadense, La Red, será la pista de su despegue definitivo, hechizando a sus fans lo mismo con “Ódiame”, según el esquema del vals peruano, que con el rock “Fiebre”. 

Cierto periodista dejó dicho: “A la luz de un pequeño reflector, una mulata santiaguera se quita los zapatos, se pega a la pared como una hiedra, agita las manos como una posesa y empieza a gemir, a gritar, a imprecar, a literalmente desbaratarse en el éxtasis de una canción”. Después, sería descrita como «un temblor demente, una incursión trepidante, un verdadero ataque».

No le va mal. Firma con la RCA Victor, empresa disquera que le otorga el Disco de Oro de Popularidad. Además,  no puede quejarse de la crítica. Así, proclama Luis Agüero cuán necesario es “defender a La Lupe, el más poderoso acontecimiento artístico que se produce en mucho tiempo”.

Por su parte, Rafael Casalins diagnostica: “Es la estrella más personal, más original, más brillante que hemos tenido en mucho, mucho tiempo”. Mientras, una columna de Bohemia considera a  La Lupe como lo exigido por un público “que quiere artistas inteligentes, y no muñecas de seda y estropajo, para el gusto estragado de un turismo de superficie”.

No obstante, como ha dictaminado ese sabio contemporáneo llamado Leonardo Acosta, “El mundo del arte, el espectáculo y la farándula […] ha sido históricamente víctima propiciatoria del puritanismo inherente a esos «fundamentalistas» de derecha y también de izquierda, que suelen expandirse como epidemias en los inicios de todo cambio revolucionario”.

Eran de esperar los ataques de los gazmoños, de los refractarios a lo novedoso, de las beatos intelectualmente asépticos, que ya ven piedra de escándalo en la agresividad desbordante de La Lupe. No le perdonaban que anduviese por la vida con el Diablo en el cuerpo, como el título del calipso rockeado del manzanillero Julio Gutiérrez, pieza que la consagró.

Dos comentarios, ambos anónimos: “[…] fenómeno transitorio y clownesco […] estilo absurdo y esquizofrénico de cantar” (Bohemia, marzo 5, 1961); “La Lupe es como una amenaza pública y defenderla es casi un pecado” (Revolución, septiembre 20, 1960).

Y la tildan de “barriotera”. Fue el único calificativo sensato, pues se había criado en el muy popularmente inquieto barrio santiaguero de San Pedrito, donde a la gente pobre, cuando caían tres gotas, se le llenaba la casa con el agua fúnebre del cercano camposanto de Santa Ifigenia.

En 1962, tras viajar a México se ubica en Nueva York, y comienza a cantar por una bagatela en un bar de cubanos, La Barraca, donde conoce al percusionista habanero  Mongo Santamaría, con quien graba el disco Mongo Introduces La Lupe.

Se distancia de Santamaría, y el director de orquesta puertorriqueño Tito Puente, quien andaba de capa caída, la prohíja, quizás sin saber que ella sería su tabla salvadora. Sólo dígase que un álbum, grabado conjuntamente, vendió más de medio millón de copias.

Fue ella la primera cantante latina que actuó en el Carnegie Hall,  y abarrotó las graderías del  Madison Square Garden.  Además, resultó coronada por la prensa latina de Estados Unidos como la cantante más destacada.

En 1968 Tito Puente la despide. La santiaguera, irónicamente, en el montuno de una grabación cantará: “¡Tito Puente me botó!”.

Pronto su estrellato entrará en el ocaso, atribuido, entre otros factores, a la tirria que le tenía Celia Cruz, y al surgimiento del boom salsero.

Pierde sus lujosos carros –que coleccionaba—y la mansión de Nueva Jersey, valorada en 185 mil dólares,  y que había pertenecido a Valentino. La “Reina del Soul” vivió, como homeless, en un albergue para ambulantes y, según algunos, llegó hasta la mendicidad.

A finales de los 80 se convirtió a una religión protestante, se dice que impulsada por las cantantes cubanas Blanca Rosa Gil y Xiomara Alfaro. De acuerdo con cierto biógrafo, “fue capaz de emparejar, a un «Aleluya, gloria a Dios»,  el gemido más sensual posible en la noche tropical”. Lo cierto es que grabó discos con nombres tan inesperados como «Hermana Lupe», «Dios no es hombre para que mienta» y «La Samaritana».

El 29 de febrero de 1992 un paro cardiaco la fulminó en pleno sueño, a los 53 años, en un ínfimo apartamento que compartía con su hija Rainbow, en el Bronx.

Como es de rigor, irían cayendo los homenajes post mortem: su voz en bandas sonoras de Almodóvar;  el bautizo de la antigua calle East 140, del Bronx, como «La Lupe Way»; la inclusión en el Salón de la Fama de la Música Latina Internacional; el filme biográfico La mala.

Y aseguran los crédulos en materia de ultramundos que hasta hoy, en una tumba del cementerio St. Raymond’s, del Bronx, a quien allí se hospeda se le escuchan las palabras que declaró a la revista Look: «Le gusto a la gente porque hago lo que ellos quisieran hacer, pero no se atreven».

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