7 de octubre de 2024

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Editorial del Instituto Cubano de Radio y Televisión

Vilalta: nuestro geniazo olvidado 

“El paso del tiempo condena al olvido la memoria de un país”.                                 Arthur Miller, dramaturgo estadounidense
José Vilalta de Saavedra

José Vilalta de Saavedra

Transcurre la primera mitad de la década 1860. El mando colonial pasa del bastón de Serrano al de Dulce.

Las contradicciones entre el criollaje y los peninsulares están en su punto de ebullición, lo cual se concretará, pocos años después, durante cierta madrugada esplendorosa, en un ingenio azucarero del oriente cubano.

Un catalán llamado Facundo Bacardí, partiendo de un alambique que le ha comprado a cierto norteamericano borracho, funda una compañía cuyo ron hará historia entre los bebedores de todo el planeta.

Allá, por la cintura de la Isla, están montando un aserrío, alrededor del cual surgirá un pueblo: Rodas.
Comienza a lanzar sus destellos el faro ubicado en Punta de Maisí.

Abren a la visita del público las recién descubiertas cuevas matanceras de Bellamar.
Doscientos libertos procedentes de Cuba se establecen en Fernando Póo. Allí llevarían una existencia miserable, hasta que su comunidad desaparece.

Mientras todo esto ocurre, al matrimonio Vilalta de Saavedra, en La Habana, le ha nacido un mulatico de mirada fulgurante. Lo bautizarán escogiendo el nombre José.

Estoy convencido de que las casualidades existen.  Y –mire usted qué cosa–, cuando el chiquillo José Vilalta de Saavedra ensaya sus primeros lloriqueos, están develando en Cárdenas la primera estatua dedicada a Colón en las Américas.

Pasos inaugurales

El muchacho matricularía en el Colegio San Carlos.

Ah, pero ya el ansia por el arte le bulle en las venas, en cada contracción del miocardio.
Y parte hacia Cienfuegos, donde lo recibirá un maestro, un guía, un mentor.

El catalán Miguel Valls Lado cursó estudios en la Academia de Bellas Artes de Barcelona. Muy joven viene a Cuba y se residencia en Sagua la Grande. Más tarde se traslada a la ciudad de Cienfuegos, donde forma familia y se aplatana, según el cubanismo que describe a quien se incorpora cordialmente a las costumbres de este país.

Valls ejerce el arte industrial, la decoración artística y la escultura funeraria, lo cual iba a llevarlo a una situación solvente.

Entre sus obras se cuenta el diseño del más suntuoso panteón con que cuenta el cienfueguero Cementerio de Reina, coronado por una escultura salida de sus manos.

Y un día, en su taller, se le aparece un muchacho aspirante a aprendiz.

No tarda el barcelonés en identificar, en ese jovencito, al talento. Lo impresionan sus avances en torno al dibujo y al modelado. De manera que decide, alegremente confiado, ejercer el mecenazgo.

Embarca al joven hacia Italia y le costeará sus estudios europeos.

El cubanito ingresa en la Academia de Bellas Artes de Ferrara, donde, como de costumbre, va a brillar.

Después se traslada a Florencia y matricula en la Academia de Bellas Artes. Además, en la ciudad toscana monta su taller, siempre acosado por clientes.

Aquellas obras contundentes

En Cuba, Vilalta trasciende cuando gana el concurso convocado para el monumento que en el Cementerio de Colón se dedicará a los ocho estudiantes de medicina asesinados por la Metrópoli.

Después realizó la estatua de Francisco de Albear, en el parque colindante con la zona viejohabanera.
Se debe a Vilalta el trío escultórico que corona el pórtico norte –el principal–  del Cementerio de Colón: las Tres Virtudes Teologales.

La desbordada sensibilidad del mulato habanero no podía ser ajena a una historia real aledaña con la leyenda.  Amelia Goyri de la Hoz fue la joven esposa de un capitán mambí. Murió de parto y su cónyuge, enloquecido, cotidianamente la convocaba en el sepulcro. Sobre la tumba, la estatua que Vilalta, conmovido, talló.  

Hoy Amelia, convertida en La Milagrosa, es personaje conspicuo en la mitología de mi pueblo. Cotidianamente, la tumba está engalanada por exvotos y por mensajes, garrapateados en burdos papelitos, donde lo mismo se implora su intercesión por cierto desengaño marital que por la salud de un allegado que ha desahuciado la ciencia médica.

En este inventario de obras, he dejado para último lo cardinal.

Vilalta era un desaforado, muy furibundo patriota. Y erige su inolvidable monumento.

No un monumento cualquiera

En el hoy llamado Parque Central capitalino, estaba la efigie horrorosa –porque, además, era fea a matarse, como todos los tarados Borbones–  de Isabel II.

Ser de muy ingrata memoria, fue tan enemiga nuestra como se pueda imaginar.

Todo coterráneo –a menos que sea un apátrida–  hoy ha de llegar hasta arrodillado hasta tal sitio.
Esa primera estatua erigida en Cuba a Martí, frente al Hotel Inglaterra,  fue inaugurada por Máximo Gómez el 24 de febrero de 1905, ocupando el espacio de Isabel II, retirada de su pedestal en 1899.

Es el lugar donde se yerguen veintiocho palmas reales, en alusión al día del natalicio del Apóstol, en enero de 1853. Vilalta empeñó sus ahorros y pertenencias para completar el precio estipulado para la ejecución del monumento.

Un final acerbo

Todo esto no le ganó a Vilalta Saavedra el merecido apoyo de sus compatriotas. Por el contrario, la realización de la estatua de Martí del Parque Central costó al artista mucho dinero de su propio bolsillo porque esa obra se levantó por recaudación pública, que fue escasa, y el resto del financiamiento lo aportó él.

Increíblemente, el gobierno republicano del súper traidor presidente Tomás Estrada Palma le negó toda ayuda e incluso un cargo público, aunque el artista había representado a la República en Armas en Italia como agente insurrecto.

Con el tiempo, el escultor Vilalta enfermó y regresó a Italia, donde murió pobre y olvidado por sus compatriotas.

Un recorte de prensa de 1912 comunica el trágico desenlace: “Ha muerto Vilalta de Saavedra. Expiró en la Policlínica de Roma. El Ministro de Cuba sufraga los gastos del sepelio”.

El entierro corrió a cargo de Carlos Manuel de Céspedes y Quesada, en aquel entonces cónsul cubano en Roma, quien tacañamente sólo costeó la renta de un nicho por seis meses. Vencido ese tiempo, el cadáver fue lanzado a una fosa común.  

Qué vergüenza, para todo cubano bien nacido.

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